Por: Universidad Libre (Seccional Barranquilla)
Los seres humanos dedicamos gran parte del tiempo de nuestra vida al sueño. En la infancia, el sueño es una actividad que forma parte del proceso evolutivo de los niños y se inicia intraútero, con una naturaleza diferente en calidad y cantidad respecto a los adultos, encontrándose periodos de sueño y vigilia a partir de las 30-32 semanas de gestación, y predominando ciclos de sueño prolongados de más de 18 horas. Posterior al nacimiento, recién nacidos y lactantes menores duermen entre 12-18 horas diarias, lactantes mayores entre 11-14 horas, pre-escolares entre 10-13 horas, de 6 a 12 años entre 9 -12 horas, de 12 a 18 años entre 8-10 horas, y todavía menos en la edad adulta (1). Los trastornos del sueño afectan cerca del 30% de los niños, niñas y adolescentes y está demostrado que un sueño insuficiente y/o de mala calidad, impacta en el desarrollo de los trastornos emocionales y la conducta, y puede llegar a alterar la cognición, el rendimiento en actividades cotidianas y las relaciones psicosociales en el entorno familiar (3). También es una comorbilidad frecuente en los pacientes con obesidad, diabetes, trastorno del espectro autista, trastorno por déficit de atención e hiperactividad, y trastornos depresivos (4), asociándose a un mayor riesgo de autolesiones, pensamientos e intentos suicidas, especialmente en los adolescentes (5).
Lo más llamativo es que las conductas inadecuadas del sueño, generalmente tienen su origen en condiciones específicas del entorno del niño a la hora de dormir, entre las cuales se destaca el exceso de estímulos (por ejemplo: uso de pantallas, juegos y alimentación) y el poco establecimiento de límites por parte de sus cuidadores que permiten los procesos madurativos normales de los patrones de sueño (4,5). Así, entonces, durante la consejería con los padres y el propio niño(a) acerca de la higiene del sueño, se debe reconocer que el sueño, aparte de ser una necesidad fisiológica con funciones organizativas neuropsicológicas, es un hábito susceptible de entrenamiento, muy ligado a normas familiares y sociales (6).
Es fundamental que sepamos reconocer que estas prácticas inadecuadas condicionan la aparición de problemas del sueño. Por ejemplo, por mencionar algunas, es frecuente observar que los padres al sentir que sus hijos se despiertan durante la noche, encienden la luz, les ofrecen alimento e inician nuevamente el ritual para dormir. A este respecto, se aconseja que, si el niño(a) se despierta y está tranquilo, el padre debe controlar su ansiedad y permitir que el niño(a) recupere su ciclo de sueño por sí mismo (5,6). Situación similar sucede con movimientos mioclónicos normales, que son malinterpretados como un “mal dormir”; sin embargo, se conoce que estas actividades musculares pueden estar presentes entre un ciclo de sueño y otro, y pueden mejorarse con la atenuación de los estímulos en su ambiente, logrando que el niño vuelva a dormir sin inconvenientes (6,9). Dentro del establecimiento de rutinas, debe aconsejarse que el niño antes de los 6 meses de vida tenga su propio sitio para dormir, lo cual favorece la autonomía e independencia en su desarrollo. Por lo tanto, si no se establecen normas adecuadas de puericultura del sueño, se puede propiciar una intensa ansiedad de separación y un ambiente que conlleva a miedos y pesadillas nocturnas, además de generar dificultades en la dinámica familiar y en la relación de parejas (6).
Con base en lo anterior, queda claro que el sueño no es solo un hábito, como vestirse o comer, sino que es una cuestión de disciplina y autoridad, y para lograr los objetivos se requiere paciencia y constancia por parte de los cuidadores. Por lo tanto, como recomienda la Academia Americana de Medicina del Sueño (1), resulta imprescindible explicarles a los padres los patrones normales de sueño según la edad del niño y aconsejar sobre hábitos correctos, que incluyen: establecer una rutina pre-sueño con actividades tranquilas, mantener una hora constante de acostarse y levantarse, evitar siestas prolongadas o tardías, evitar actividades de alta energía o estimulantes (como uso de dispositivos y pantallas) justo antes de ir a la cama, no enviar al niño a dormir con hambre ni muy saciado o tras una comida pesada, evitar productos con cafeína horas antes de acostarse, realizar ejercicio regular durante el día, y mantener un ambiente agradable a la hora de dormir (6-9).
Como conclusión, el aprendizaje de los hábitos de sueño, que debe iniciar desde muy temprano con el reconocimiento por el niño de las diferencias entre los estímulos diurnos y nocturnos, y la enseñanza a los padres de las buenas prácticas al dormir, favorece el desarrollo del comportamiento social, el aprendizaje, la regulación emocional, la calidad de vida y la salud mental (1,6). Por lo tanto, es importante que los pediatras y puericultores estén familiarizados con el conocimiento de los diferentes patrones y problemas del sueño infantil, necesarios en el intercambio de saberes con los cuidadores del niño, como uno de los temas prioritarios en la consulta de crecimiento y desarrollo.
Bibliografía:
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